Al fin llegó el otoño. Por fin terminó el verano. La lluvia (aunque aquí, en Barcelona, llueve bien poco), los paraguas, el viento soplando, el frío, la trasformación cromática de las hojas de los árboles, una alfombra de hojas a nuestros pies. Las gotas de agua en el cristal, gotas que golpean contra las aceras, el viento cada vez más frío en la cara, los días cada vez más grises, los pies mojados y, a veces, llenos de barro. Personas que corren bajo un cielo amenazador buscando cobijo bajo los balcones. Un trueno que rompe el cielo. Un perro que labra. Las farolas y las luces de los coches reflejadas en las calzadas humedecidas por la lluvia. El parte meteorológico y otra borrasca que entra por el noroeste. No cabe duda: es otoño. Atrás quedó el verano y las vacaciones. ¡Cómo han cambiado las vacaciones! ¿Recuerdan aquellos viajes familiares para pasar cerca de un mes en el pueblo? Casi ya no existen, las vacaciones se han fragmentado, como el resto de nuestras vidas. Adiós al trabajo para toda la vida, adiós a los matrimonios hasta que la muerte nos separe, adiós a la estabilidad. Todo se vuelve inestable, como el tiempo en otoño.
Según la R.A.E.:
otoño.
(Del lat. autumnus). m. Estación del año que, astronómicamente, comienza en el equinoccio del mismo nombre y termina en el solsticio de invierno.
2. Época templada del año, que en el hemisferio boreal corresponde a los meses de septiembre, octubre y noviembre, y en el austral a la primavera del hemisferio boreal.
3. Segunda hierba o heno que producen los prados en la estación del
otoño.
4. Período de la vida humana en que esta declina de la plenitud hacia la vejez.