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Me gustan los lápices. Recuerdo mi infancia en la escuela siempre con lápices en la mano. Cuando era pequeño (en el fondo lo sigo siendo) los Reyes Magos siempre traían un
plumier. Por cierto, de dónde vendrá esa palabra. Plumier me recuerda a pluma. No sé, a mi siempre me ha sonado a francés. Era maravilloso empezar el año con lápices nuevos. Luego, según iban transcurriendo los días, iba perdiendo, rompiendo, gastando todos esos lápices de colores. Me encantaba estrenarlos. Recuerdo unos que iban en una caja de cartón con un dibujo de un bosque y un ciervo, o una cabra. Creo recordar que se llamaban
Alpino, no sé si se seguirán fabricando
. En cambio los rotuladores no me gustaban tanto. Rotuladores Carioca. Recuerdo la caja grande, de plástico transparente, con dos filas de rotuladores. No me gustaban porque ensuciaban mucho y mi mamá siempre me regañaba. La verdad es que nunca fui un gran dibujante, y la posibilidad de poder borrar los errores era para mi altamente valorado. Los rotuladores no dejaban opción. Además, como te olvidases de ponerles el tapón, al poco tiempo se secaban. Era imposible predecir antes de usar un rotulador si iba a seguir pintando hasta terminar de colorear. Y cuando menos te lo esperabas dejaban de funcionar, saliendo cada vez menos tinta dejando una superficie muy poco uniforme, algo que ya de por si era bastante difícil de conseguir. En cambio eso con los lápices de colores no pasaba, de un simple vistazo ya sabías si podías contar con él o no. Otro inconveniente que tenían los rotuladores es que solo lo podía utilizar una persona. Me refiero a que si necesitaba, por ejemplo, el color
rojo, y lo estaba usando mi hermano, no podía usarlo yo hasta que terminara. En cambio, con los lápices eso no pasaba. Lo partiamos por la mitad, le sacabamos punta y a pintar tranquilamente sin esperas. Eran una maravilla.