Tic tac, tic tac... pasa el tiempo. El tiempo es un bien escaso, algo apreciado que poco a poco se nos va de las manos. Nacemos, y el tiempo va pasando. De niños no nos damos cuenta, parece que no pasa. Nunca vemos el momento de ser mayores. Y de pronto, un buen día, sin saber muy bien como, ya somos adolescentes, y después jóvenes con ganas de salir cada fin de semana, y el tiempo se transforma. Algunos casi solo vivimos para salir la noche del viernes, la noche del sábado. Alcohol, chicas, música de discoteca... hay que vivir deprisa... fiesta fiesta, que para algo se es joven, se descubre el mundo de la noche y muchos caemos seducidos por sus encantos. También llega el primer trabajo, que te da cierta sensación de libertad. Es evidente, se acabó la dependencia económica de los papis a la hora de salir y comprar ropa. Poco a poco uno se va volviendo adulto, se entra cada vez más en el mundo de los adultos. El trabajo, la política, las relaciones de pareja estable... y sin saber como, de pronto ya no eres tan joven y ante tus ojos se presenta la perspectiva de una vida pasada que ha pasado deprisa deprisa. Tic tac, tic tac... pasa el tiempo. El tiempo se convierte en un enemigo. Joer, ya me ha salido una cana. El tiempo estructura nuestra vida. Parece como si hubiese una edad para cada cosa. Ahora toca salir de fiesta, ahora toca tener pareja, casarse (ajuntarse) y tener hijos... y al final, tu vida es como la de los demás. Un trabajo para malvivir cuyo horario estructura el día a día. Todo gira entorno a ese horario. Antes de entrar a trabajar haré esto. Después de salir de trabajar haré aquello otro. Tal día que libro las tardes voy a hacer la compra... y así sucesivamente. Al final, somos esclavos del tiempo. Por eso, para mi, el reloj es un símbolo de esclavitud. No puede estar situado en mejor lugar, ahí, atando la muñeca. Me parece una metáfora excelente... y mientras escribo esto, ahí está de fondo... tic tac, tic tac... impertinente, recordándome que el tiempo pasa.